Conocí la famosa obra solo por la pasta por mi ingrata experiencia con los números.
No
conozco cómo será ahora, pero en la juventud padecimos dolores de cabeza y hubo
momentos "para llorar" con el curso de matemáticas en las aulas
escolares.
Eran
las clases en que ingresaba el profesor y, tomando la nómina de los alumnos,
pronunciaba en voz alta:
--
A ver. El 3, 13, 23, 43 y el 53... ¡Agarren sus tizas...! ¡A la pizarra...!
-- ¡Pucha madre...!-- decía uno de los nombrados.
--
¡Qué salado...!-- replicaba otro.
Y
no faltaba el que se ponía de pie y abandonaba su carpeta pronunciando, entre
dientes, una serie de lisuras.
Sin
perder más tiempo, el maestro dictaba, casi de memoria, un par de ejercicios y,
mirando su reloj, añadía:
--
¡Tienen tres minutos para resolverlos...!
Para
quienes no éramos muy amigos de los números o teníamos dificultad para
dominarlos, la situación era un verdadero calvario.
La
presión era terrible. Nos temblaban las piernas. La tiza resbalaba. Se caía la
mota. No todos aprendemos de la misma manera y en el mismo tiempo.
Otra
escena. Con la cabeza apoyada en una mano y la otra sosteniendo el lapicero
"quemábamos cerebro" para resolver los problemas del bendito examen
escrito.
Al
ver que la primera interrogante parecía difícil, veíamos la que seguía. Pero,
igual, no se entendía.
Se
nos iba el tiempo. De diez preguntas, habíamos "resuelto" menos de la
mitad. De repente, el adusto docente recogía las pruebas.
En
la clase siguiente nos devolvían las evaluaciones con los calificativos en
grandes números con tinta roja. Estábamos "jalados".
A
mediados del siglo pasado, en secundaria, si a fin de año un alumno tenía
cuatro o más asignaturas con diez o menos, había que repetirlo.
En
cambio, si eran uno, dos o tres cursos, debía estudiar en la vacacional de
enero y febrero para volver a ser evaluado en marzo.
El
estudiante podía ser promovido si
aprobaba las tres asignaturas. De lo contrario, perdía el año lectivo.
Por
ese entonces, según disposición ministerial, al pasar a cuarto año de secundaria
uno debía decidir entre las especialidades de ciencias o letras.
Escogí
la última. Y no me equivoqué. Escribí tres artículos en la revista Retorno de
la promoción 1961 del colegio nacional de San Juan.
Estudié
para ser profesor en la Universidad Nacional de Trujillo y, mucho antes de
recibir el título, ya era periodista del diario La Industria.
Estas
graciosas evocaciones personales brotaron, de manera inconsciente, luego de aparecer
en las redes sociales la palabra Baldor.
Mencionar
aquel nombre en la segunda mitad del siglo anterior era hablar de cosas serias
relacionadas con las matemáticas.
El
libro Álgebra de Baldor y otros, identificados con el rostro de un personaje
árabe, era la obra de consulta obligada de los estudiantes.
Contenía
más de 5,700 operaciones, teoremas, ecuaciones, fracciones, reducciones,
logaritmos y demás. ¡Una locura...!
Según
la nota en internet, Aurelio Baldor, el matemático cubano que fue el autor del
libro, no es quien aparece en la portada sino Al-Juarismi.
Conocí
la famosa obra solo por la pasta por mi ingrata experiencia con los números.
Preferir las letras hizo que mi vida transcurriera entre la docencia y el
periodismo…
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