¿Quién
no ha tenido un bolígrafo en sus manos y ha escrito lo que desea o se le
ocurra...?
Es un
común artículo personal, escolar o de escritorio.
Invadió
nuestra memoria esa pregunta motivada por el retorno a las aulas y reinicio de
labores estudiantiles después de dos años.
El
curioso ejercicio mental me remontó a inicios de la década del 50.
Caminando
frente a la plaza de armas. Rumbo a la escuela 280, Enrique Guimaraes, ubicada
en la quinta cuadra de Independencia.
Tomado
de la mano por Emilia, mi madre. Portaba mis cuadernos y demás útiles en un
morral de tela que colgaba del hombro.
Mis
frágiles dedos de la mano derecha apretaban, con cuidado, un pomito de tinta líquida
azul para escribir.
Las
carpetas bipersonales tenían una hendidura circular en la parte superior para
introducirlo y evitar que se derrame.
Escribíamos
con lápiz. Pero, algunas tareas debían cumplirse utilizando una pluma metálica
con mango de madera.
Era
lo único que existía. Y, acostumbrarse a manipularla constituía una odisea.
Peor,
al ejecutar la "plana" en el cuaderno de caligrafía para aprender a
dibujar la famosa "letra corrida"..
Comenzábamos
trazando líneas verticales, oblicuas, ondas, círculos consecutivos y otros
garabatos más.
Plasmar
eso en el papel con una punta de metal entintada era muy difícil,
Influía
el ritmo, la velocidad, fuerza y otros factores. Si te detenías un ratito,
originabas un manchón. Y, adiós tarea.
Cursaba
el tercero o cuarto de primaria cuando empezaron a venderse en Trujillo los
llamados "lapiceros de tinta seca".
Eran
los bolígrafos que ahora todos conocemos y usamos.
Su
invención fue una bendición del cielo para los niños de esa época.
Desde
entonces, el tacho de basura encarnó el destino de tinteros, secantes y plumas de
palo.
Un
histórico paso había dado la humanidad...