El Perú está enfermo. Los brotes de la corrupción emanan en casi todo su territorio. Y, en los diferentes niveles de gobierno.
La convicción de la ciudadanía, traducida en indulgentes leyes, es aprovechada vilmente por ciertas autoridades sin escrúpulos.
Se dejaron deslumbrar por el dinero consagrado a obras u otros destinos de interés colectivo y cometieron delitos.
Hay gobernadores, alcaldes y personal administrativo entre rejas. Otros, más astutos, están fugitivos.
Existen vacíos legales que impiden una estricta vigilancia.
Para cubrir esas brechas la Contraloría acaba de presentar un proyecto de ley al Congreso.
Solicita facultades para levantar el secreto bancario y la reserva tributaria a funcionarios y servidores públicos.
Incluye a quienes "cuyo cargo o puesto les permita el manejo o administración, directa o indirecta, de fondos del Estado...".
Se espera que el Legislativo cumpla con aprobar la importante propuesta.
La angustiosa situación del país y el desesperado esfuerzo de los entes de control para evitar el despilfarro, nos trajo a la mente un sabio axioma.
Pertenece al erudito, filósofo y político Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos.
Posee tambien el mérito de haber sido uno de los principales actores de la Declaración de la Independencia de esa nación.
La máxima, que debería ser grabada en piedra en el ingreso a todas las entidades públicas de Perú, dice:
“Cuando alguien asume un cargo público debe considerarse a sí mismo como propiedad pública...”.
¿Qué es propiedad pública...? Lo que nos pertenece a todos los ciudadanos.
Sea por elección, selección o nombramiento, son quienes ejercen un cargo público de cualquier categoría o rango.
Se les paga, con el dinero de nuestros impuestos y de las empresas privadas para trabajar por los peruanos.
Están sometidos al escrutinio popular y obligados a informar sobre sus rentas, lo que realizaron, ejecutan y proyectan.
Su gestión debe ser óptima, honesta y transparente. De confianza absoluta. ¡Y despojada de la más ínfima duda...!
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