Cuando,
a fines de diciembre del 2019, conocimos de su existencia en la lejana Asia, la
leímos como una noticia más.
-- China está tan distante --dijimos,
como muchos. O millones.
A las
semanas, asediaba toda Europa. No tardó para detectarse en Estados Unidos.
Antes
de mediados de marzo, el covid-19, ese desconocido y despiadado virus, convivía
con nosotros.
Como en
el resto del mundo, invadió nuestro territorio con su manto de contagios, muerte
y dolor. Era la primera ola.
Siguiendo
las recomendaciones de los expertos, nos vimos forzados a emplear los
protocolos de bioseguridad.
Pero,
la precariedad del sistema nacional de salud impidió salvar miles de vidas.
Descendían
los números. Mientras, los científicos presentaban la vacuna contra la afección.
Por razones
políticas, tardamos en adquirirla. Pronto, soportábamos la segunda ola. Tan
mortal como la anterior.
El
microbio siguió arrebatándonos seres queridos, amigos, vecinos y conocidos.
Acelerando
contratos, el gobierno empezó la vacunación, aunque las infecciones y decesos
continuaron.
Sinceradas
las cifras, Perú se convirtió en el país con mayor letalidad del mundo a causa
del covid
Motivada,
en varios casos, por personas que no cumplen la cuarentena y son detenidos en
cantinas, bares y discotecas.
También,
por la irresponsabilidad de quienes usan de manera incorrecta la mascarilla,
llevan el protector facial en la mano o forman aglomeraciones.
Al
retornar a sus hogares, algunos contagian a sus parientes.
A
ellos, se añade la población laboral que acude al centro de trabajo. Expuesta a
contraer el mal en el transporte público o la calle.
Sin
olvidar el considerable grupo familiar obligado a permanecer en casa. Agobiado
por el estrés emocional.
Todo por
la pandemia. El virus que nunca imaginamos. ¡Y cambió nuestras vidas...!
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