La contaminación sonora en Trujillo debe frenarse aplicando multas.
Es hora punta en el centro histórico
de Trujillo. Con la consecuente congestión vehicular.
Los autos están detenidos respetando
la luz roja del semáforo. Transcurren unos segundos y cambia a verde.
Empiezan a circular los primeros y,
por una pésima costumbre, los últimos de la larga hilera oprimen el claxon.
Cero de nota.
Peatones están parados al filo de la
calzada esperando el momento para cruzar porque no hay semáforo.
Aparece un taxi buscando clientes. Disminuye
la velocidad y toca bocina con insistencia. Aunque nadie hizo la señal para
abordarlo. Otro cero.
Es una noche tranquila. Cerca, se escucha
estacionarse un vehículo y el dueño suena el claxon.
¿Qué pasa...? Preguntan los vecinos.
Resulta que alguien llegó a buscar a una amistad y hace bulla para llamarla.
¡Jalado...!
Y qué decir del bus interprovincial
o trailer a cuyo conductor se le antoja tocar su pito y hace saltar a las
personas desprevenidas.
Son solo unas muestras del indebido uso
de la bocina en Trujillo y alrededores por malos pilotos y motociclistas.
La contaminación sonora, pese al
grave daño para la salud, se arrastra desde el siglo pasado y ninguna autoridad
tuvo la firmeza de erradicarla.
Se actualizó por el
monitoreo de ruido ambiental en la ciudad realizado por el Segat con motivo del
el Día Sin Auto.
Fue ejecutado en cinco puntos claves del centro, utilizando
equipos especiales para evaluar los niveles.
Las cifras oscilaron entre 65.7 y 76.20 decibeles. Superiores al estándar nacional que establece un
límite de 50 decibeles en áreas urbanas.
Para frenar la caótica situación, el
municipio anuncia campañas que no tienen el efecto deseado y pronto se olvidan.
Conociendo nuestra idiosincrasia, la
única manera de ordenar Trujillo y proteger la salud de sus habitantes es ser
inflexibles.