No
existe, entre las celebraciones del mundo cristiano, una fecha que despierte
tantos sentimientos de ternura, amor y paz, como la Navidad.
La
palabra, de raíces latinas, significa nacimiento y está simbólicamente
vinculada a la llegada de Jesús al mundo terrenal.
A
este planeta que aparece como un minúsculo punto que destella, gracias a la luz
del Sol, dentro de la inconmensurable magnitud del espacio sideral.
Es
la Tierra. Aquella que nos sirve de circunstancial morada y constituye el mudo
testigo de nuestros problemas, fracasos, pesares, triunfos y alegrías.
La
Navidad sirve para recordar que Dios envió a su hijo para vivir con nosotros y
enseñarnos su doctrina basada en que quien crea en él no se perderá y tendrá
vida eterna.
Esta
festividad sirve para evocar al niño Jesús, María y José, el humilde pesebre, al
árbol de luces, los inolvidables villancicos y hasta al bonachón papá Noel.
Y,
sobre todo, para tener siempre presente que existe un Dios que nos ama y, de
manera permanente, vela por nosotros.
Sin
embargo, como seres inteligentes y responsables, nos otorga la libertad de
conducirnos adecuadamente, regidos por nuestra propia conciencia.
Aquí encaja con exactitud el consejo de Lucas
cuando dice: "Cuiden de ustedes mismos. No sea que la vida depravada y las
borracheras los vuelvan torpes..."
¿Cuántos
actos absurdos, reñidos con la moral y la justicia, cometemos en busca del
dinero fácil o dominados por el alcohol o las drogas...?
Por
ese motivo, la Navidad es una conmemoración anual que, al margen de los
regalos, los brindis y las comidas, debe invitarnos a la reflexión.
Viviendo
los postreros días del año que se va y a las puertas del que empieza, la ocasión
resulta propicia para pensar en nuestra particular existencia.
¿Qué
somos...? ¿Qué hemos hecho hasta ahora...? ¿Nos contentamos con lo conseguido o
aspiramos a más...? ¿Es conveniente trazarnos nuevas metas...? ¿Cuáles son esos proyectos...?
Solo
nosotros conocemos la verdad de todo. El examen es personal. Al concluir,
pueden extenderse las interrogantes a la familia sin dejar de dialogar con el
cónyuge.
Hagamos
un análisis de lo correcto y lo equivocado que se nos cruzó, aún sin desearlo,
en el camino este año que jamás volverá.
Pongámoslos
en una balanza. ¿Hacia dónde se inclina...? ¿Cuál pesa más...? ¿Lo positivo o lo
negativo...?
Si
las malas prácticas prevalecen, hay algo que está fallando. No funciona bien.
Entonces, hagámonos la promesa de cambiar.
Para
Dios nunca estamos perdidos. Siempre tenemos una oportunidad. Solo debemos
tomar el sendero acertado. Por nosotros y quienes nos acompañan en este fugaz
viaje por la vida.
Y,
en caso que sea lo contrario. ¡Felicitaciones...! Hay que persistir en las buenas acciones, pues es el camino que
nos señaló el Señor.
La
frase de Juan Pablo II, que adjuntamos enseguida, se ajusta a la perfección
redondeando esta idea:
"Jesús
nace para la humanidad que busca la libertad y la paz. Nace para todo hombre
oprimido por el pecado, necesitado de salvación y sediento de
esperanza..."
Allí
está el secreto. Jamás perder la fe, el optimismo, la ilusión. Esa magia que
nos impulsa a soñar y volar como las aves sin desprendernos del suelo...
¡Feliz
Navidad...!
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